Nunca discutas con un imbécil, te hará descender a su nivel y allí te ganará por experiencia

Si vienes con un problema y no traes la solución, tu eres parte del problema

jueves, 13 de diciembre de 2007

Cuando todo era tranquilo y placentero


Nací en el seno de una familia de clase media, de convicciones religiosas que no me atrevería a calificar de excesivamente profundas, aunque si habituales en la vida cotidiana. Hasta los diez años fui educado en instituciones públicas y, a partir de ahí, en colegios religiosos. Fue en esa época entre la infancia y la juventud, apartado a muchos kilómetros de la familia, arrancado de tus amigos, de lo que hasta entonces había sido una vida tranquila y placentera, donde me empezó a agriar el carácter y a surgirme serias dudas y problemas con lo religioso, cuestión que finalmente quedó muy alejada de mi proyecto de vida e ideas.

Reseño este asunto personal a cuento de que en los meses que llevo de enfermedad ha habido gente de mi entorno, algunas de trato habitual y otras no tanto, que al interesarse por mi estado de salud, han hecho alusión a sus creencias cristianas: “todos los días me acuerdo de ti y te tengo en mis oraciones”, “te hemos puesto velas a la Virgen pidiendo tu curación” o “toma esta estampita del Santo y llévala contigo que te traerá suerte”.

También ha habido obsequios, que exagerando un poco califico de fetichistas, como la pequeña piedra de la buena estrella en su diminuta taleguita de piel, la pulsera de cuero o la gorra. Comida, mucha comida, somos un pueblo que valoramos numerosas cosas por el estómago. Latas de frutas en almíbar, rosquillas caseras, cortadillos, bombones, pasteles, mazapán, queso…
Respeto –aunque no comparta-, y agradezco, las manifestaciones de carácter religioso. También los obsequios, las declaraciones de cariño, de ánimo, de apoyo. Cada cual expresa sus sentimientos a su manera. Te das cuenta que mucha gente a tu alrededor, aún desde el silencio, está pendiente de ti y en tu misma lucha. Es una sensación magnífica que ayuda, que motiva y mejora notablemente la autoestima, que de no ser por estas cosas y otras, estaría a esta altura de la película por los suelos.

Tengo que reconocer que en mi forma de ser y carácter empiezo a notar pequeños cambios. La enfermedad te endurece personalmente, pero también te abre con los demás y te enseña a ser más humano; aprendes a explicar mejor tus sentimientos; a mejorar la comunicación con los que te rodean… ¿Sabéis qué importante es todo esto?. Supongo que sí. Para mí, vital, ya que a los cincuenta y un años estoy aprendiendo la mecánica de este tipo de cambios, y me estoy haciendo, creo, mejor persona.

Entiendo que todavía, a mitad o menos de la travesía del desierto en la que estoy, sin certezas ni resultados aún de nada, es muy aventurado por mi parte no decir otra cosa que gracias, mil gracias, por el apoyo y la ayuda que estoy recibiendo. Expresar además que aquí estoy, decidido a seguir luchando, que es la única forma digna que conozco de conseguir las cosas que se quieren y anhelan. Que procuro un control mental de los malos rollos y pensamientos negativos que a veces aparecen como negros nubarrones, y que hasta ahora he conseguido doblegar con la formula de mantenerme siempre ocupado en menesteres varios. Y por último, otra cosa fundamental: la alimentación y la importancia de no descuidarla.

No me advirtieron que podía suceder...


Las últimas semanas han sido un tira y afloja continuo entre los deseos personales y las posibilidades sanitarias reales de actuación en materia de continuidad de los tratamientos. La cuarta sesión, que finalmente se produjo a finales de noviembre, llevaba acumulada un retraso de casi un mes debido a que los indicadores de defensas del organismo estaban en niveles bajos.

En pocos días todo cambió: se pudo dar la sesión, se concretó la fecha para la prueba de resonancia nuclear, el trato y seguimiento sanitario es semanal por expresa indicación médica, etc. El lunes, después de la tormenta epistolar, volví al hospital algo acongojado por las posibles reacciones contrarias al petardazo lanzado, y lo que encontré, fueron palabras de ánimo, de aliento, de comprensión… lo que confirma que mucha gente -entre otros-, los propios profesionales sanitarios, piensan lo mismo del desastroso y mal gestionado sistema de salud que tenemos, pero prefieren callar. Y ya se sabe lo que dice el dicho: ¡quien calla, otorga¡.

Los días posteriores al tratamiento me he hallado físicamente mejor y para nada barruntaba lo que pocos días después sucedería -tras el viaje a Ciudad Real a la prueba del PET-TAC-, que mi organismo se derrumbaba, quedaba a cero en defensas, propenso a cualquier nimia infección y expuesto a males mayores. No me lo habían advertido con tanta claridad. Ahora ya lo sé y debo estar alerta, porque puede volver a suceder y no es plato de gusto.

Ingreso de inmediato por urgencias el miércoles previo al puente de la Constitución, y de ahí directamente, a una habitación de aislamiento inverso, donde no son aconsejables las visitas y el personal sanitario tiene que entrar con mascarilla. La número 347 que debería ser una sala estanca no lo es. Por la ventana, que ajusta mal, entra aire frío que por las noches provoca corrientes; huelo los humos de las cocinas del hospital, cuyas bocas de extracción están un nivel por debajo de la planta; oigo el continuo ruido provocado por el ir y venir de vehículos en los accesos al hospital y de la avenida principal. Esto es lo que quieras menos una habitación de aislamiento.

Hasta el sábado, en el que tras la falta de reacción a los tratamientos, deciden transfundirme, lo paso mal, muy mal, no había estado así de apretado durante ninguna de las anteriores fases de la enfermedad. El chuletón del sábado, en forma de bolsas de plaquetas y sangre, de inmediato me recupera. El domingo ya soy otra persona y el lunes ya me quiero ir del hospital. No lo puedo evitar, es una sensación que va creciendo y creciendo en mi interior, de animadversión hacia la institución, que cada vez controlo peor.

Hoy jueves -más de una semana después de la recaída-, tengo alta médica. De nuevo en casa, en el sitio que mejor se está. Cuidado, querido y rodeado por los tuyos. Donde no tienes que llamar la atención a un desconocido vestido de calle, que se te ha colado en medio de la habitación. ¡Pero oiga, no sabe que no puede entrar aquí así, que hay un cartel en la puerta que lo indica, y además, sin mascarilla!. Ni tampoco tener que recordarle a nadie el uso obligatorio de ella.

Espero que la paradójica y contradictoria medicina de hoy, que te da y te quita, que te vacía y te atiborra, que te emponzoña de veneno y te sana, que necesitas y temes…, me deje, en los próximos días, fechas que todos apreciamos, pero que especialmente yo disfruto, hacer de cocinillas y de buen anfitrión, que es lo que me gusta.