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sábado, 17 de junio de 2017

Eran tiempos

La "Cirila", hacía el trayecto entre San Benito y el Bº Nuevo, en La Laguna (Tenerife)

Los años de la niñez fueron tiempos convulsos, plagados de echos dramáticos, magnicidios, muertes... eso es al menos lo que ha quedado registrado en los anales de la Historia. Para un cándido y despreocupado infante esto no tuvo ninguna relevancia ni se entendía, porque además en el lugar de residencia, esos ecos llegaban -por lo general-, apagados y distorsionados, un espacio insular de esos ahora llamados periféricos.
Fueron tiempos de guerra fría, de enfrentamiento y crisis armamentística entre las dos grandes potencias mundiales del momento, de tu madre subiendo la escalera diciendo nerviosa que habían matado al presidente (J.F. Kennedy). Tiempos en los que otros asesinatos, los de MalcomX o Martín Lutero King, no tuvieron la misma resonancia. De la muerte de Juan XXIII, el papa bueno. De la ignominiosa guerra de Vietnam, del primer trasplante de corazón a cargo del doctor Ch. Barnard o de la llegada retrasmitida por TV del primer hombre a La Luna.
Eran tiempos en los que estos hechos llegaban a ti por los comentarios familiares o por las revistas del momento que encontrabas en tu casa, especialmente la americana Life, con imágenes impactantes que han quedado impresas en tu retina y cuya edición en español tenía un marcado tinte ideológico anticomunista y de idealización del estilo de vida americano.
En tu mundo cercano fueron tiempos de huelgas de los trabajadores de las guaguas, aquellos transportes públicos de madera, montados sobre chasis y motores extranjeros, que articulaban y comunicaban el territorio de cada isla. En los días álgidos de la lucha -fuertemente reprimida y perseguida-, la visión de guaguas quemadas o con motores inutilizados por la adicción de azúcar o agua a los depósitos de combustible y así los huelguistas impedían el trabajo de los esquiroles.
Eran tiempos en los que por las mañanas se podían oír los zumbidos y ronroneos de los motores de camiones que trasportaban todo tipo de mercancías del puerto al norte de la isla. El tráfico pesado, desviado por las obras de la autopista principal que unía la capital con el aeropuerto, ascendía por la antigua carretera general, giraba a la izquierda en la Cruz de Piedra hasta la glorieta del Padre Anchieta, y de allí enfilaba a los municipios norteños de la isla. Llegaste a desarrollar tal destreza auditiva, que sin mirar, sólo por el ruido que emitían, lograbas diferenciar entre las diferentes marcas de vehículos que había, inglesas, alemanas...
Fueron tiempos de instituto público en el más antiguo de las islas, un viejo convento agustino de mediados del siglo XIX, con un patio interior frondoso, donde ya tus hermanos habían dejado un buen rastro académico que pesaba sobre ti como una losa, pues no te gustaba estudiar y el aprendizaje era lento y tedioso. Lo tuyo era estar permanente en las musarañas y en la calle. Tiempos de enfrentamientos incomprensibles entre bandas de pibes de distintos barrios, que dirimían sus supuestas diferencias a palos y pedradas. De partidos de fútbol en campos polvorientos imaginarios acotados por piedras. De los primeros cigarros mentolados fumados a hurtadillas en los tubos de las cunetas de la vía palmerada de acceso principal a la muy noble y leal ciudad. De las matinés abarrotadas de pibes los domingos por la tarde en el cine Dácil. De los juegos al escondite en el barrio, en las noches calmas y calurosas. De las llamadas a timbres de casas y carreras.
Fueron tiempos de tardes entre anaqueles plagados de libros y revistas de la biblioteca universitaria, que te dejaban fisgonear y hojear, y que a buen seguro despertaron una imaginación aún mayor de la que tenías. De patines de ruedas sobre las losetas destartaladas de una plaza, en su tiempo mayor, que recuerdas poblada por centenarios laureles. De las tormentas y trombas de agua, que anegaban calles, y corrían con violencia y fuerza por desniveles, barrancos, avenidas y carreteras, arrastrando a su paso todo lo que encontraban. De otras tardes acompañando a tu madre en su labor de profesional sanitaria por los núcleos míseros y atrasados de El Rosario, donde a cambio del servicio podía recibir, en el mejor de los casos, productos de la huerta: papas, cebollas, ajos, algunas frutas. Del sentido y significado del término "tener fuerza en la vista" y "mal de ojo", una enfermedad cultural muy arraigada en comunidades rurales.
De los días lluvioso en los que un simple trozo de palo o madera, una leve astilla, cual embarcación, surcaba las aguas que se acumulaban y corrían en los bordes de las calles, y avanzaba buscando los puntos más bajos, que normalmente concluían en tu casa, a la que llegabas chorreando agua. Fueron tiempos felices, inocentes, despreocupados, que de buenas a primeras cambiaron bruscamente cuando te anunciaron que te ibas lejos de allí, a pasar una temporada, a otras tierras, a una capital castellana del norte. Asumiste la orden porque no te quedaba más remedio, y no fuiste consciente de su gravedad y envergadura hasta que empezaste a experimentar el brutal cambio en carne propia. La separación familiar, ese mundo nuevo que no conocías, el cambio de hábitos y rutinas, el sometimiento a una férrea disciplina, hicieron mella rápidamente y dejaron una huella que marcó tu futuro, te hizo más fuerte y resistente.