La "Cirila", hacía el trayecto entre San Benito y el Bº Nuevo, en La Laguna (Tenerife)
Los años de la niñez fueron
tiempos convulsos, plagados de echos dramáticos, magnicidios, muertes... eso
es al menos lo que ha quedado registrado en los anales de la Historia. Para un
cándido y despreocupado infante esto no tuvo ninguna relevancia ni se entendía,
porque además en el lugar de residencia, esos ecos llegaban -por lo general-,
apagados y distorsionados, un espacio insular de esos ahora llamados
periféricos.
Fueron tiempos de guerra fría, de
enfrentamiento y crisis armamentística entre las dos grandes potencias
mundiales del momento, de tu madre subiendo la escalera diciendo nerviosa que
habían matado al presidente (J.F. Kennedy). Tiempos en los que otros
asesinatos, los de MalcomX o Martín Lutero King, no tuvieron la misma
resonancia. De la muerte de Juan XXIII, el papa bueno. De la ignominiosa
guerra de Vietnam, del primer trasplante de corazón a cargo del doctor Ch.
Barnard o de la llegada retrasmitida por TV del primer hombre a La Luna.
Eran tiempos en los que estos
hechos llegaban a ti por los comentarios familiares o por las revistas del
momento que encontrabas en tu casa, especialmente la americana Life, con imágenes
impactantes que han quedado impresas en tu retina y cuya edición en español
tenía un marcado tinte ideológico anticomunista y de idealización del estilo de
vida americano.
En tu mundo cercano fueron
tiempos de huelgas de los trabajadores de las guaguas, aquellos transportes
públicos de madera, montados sobre chasis y motores extranjeros, que
articulaban y comunicaban el territorio de cada isla. En los días álgidos de la
lucha -fuertemente reprimida y perseguida-, la visión de guaguas quemadas o con
motores inutilizados por la adicción de azúcar o agua a los depósitos de
combustible y así los huelguistas impedían el trabajo de los esquiroles.
Eran tiempos en los que por las
mañanas se podían oír los zumbidos y ronroneos de los motores de camiones que
trasportaban todo tipo de mercancías del puerto al norte de la isla. El tráfico
pesado, desviado por las obras de la autopista principal que unía la capital
con el aeropuerto, ascendía por la antigua carretera general, giraba a la
izquierda en la Cruz de Piedra hasta la glorieta del Padre Anchieta, y de allí
enfilaba a los municipios norteños de la isla. Llegaste a desarrollar tal
destreza auditiva, que sin mirar, sólo por el ruido que emitían, lograbas
diferenciar entre las diferentes marcas de vehículos que había, inglesas,
alemanas...
Fueron tiempos de instituto
público en el más antiguo de las islas, un viejo convento agustino de mediados
del siglo XIX, con un patio interior frondoso, donde ya tus hermanos habían
dejado un buen rastro académico que pesaba sobre ti como una losa, pues no te
gustaba estudiar y el aprendizaje era lento y tedioso. Lo tuyo era estar
permanente en las musarañas y en la calle. Tiempos de enfrentamientos
incomprensibles entre bandas de pibes de distintos barrios, que dirimían sus
supuestas diferencias a palos y pedradas. De partidos de fútbol en campos
polvorientos imaginarios acotados por piedras. De los primeros cigarros
mentolados fumados a hurtadillas en los tubos de las cunetas de la vía
palmerada de acceso principal a la muy noble y leal ciudad. De las matinés
abarrotadas de pibes los domingos por la tarde en el cine Dácil. De los juegos
al escondite en el barrio, en las noches calmas y calurosas. De las llamadas a
timbres de casas y carreras.
Fueron tiempos de tardes entre
anaqueles plagados de libros y revistas de la biblioteca universitaria, que te
dejaban fisgonear y hojear, y que a buen seguro despertaron una imaginación aún
mayor de la que tenías. De patines de ruedas sobre las losetas destartaladas de
una plaza, en su tiempo mayor, que recuerdas poblada por centenarios laureles.
De las tormentas y trombas de agua, que anegaban calles, y corrían con
violencia y fuerza por desniveles, barrancos, avenidas y carreteras,
arrastrando a su paso todo lo que encontraban. De otras tardes acompañando a tu
madre en su labor de profesional sanitaria por los núcleos míseros y atrasados
de El Rosario, donde a cambio del servicio podía recibir, en el mejor de los
casos, productos de la huerta: papas, cebollas, ajos, algunas frutas. Del
sentido y significado del término "tener fuerza en la vista" y
"mal de ojo", una enfermedad cultural muy arraigada en comunidades
rurales.
De los días lluvioso en los que
un simple trozo de palo o madera, una leve astilla, cual embarcación, surcaba
las aguas que se acumulaban y corrían en los bordes de las calles, y avanzaba
buscando los puntos más bajos, que normalmente concluían en tu casa, a la que
llegabas chorreando agua. Fueron tiempos felices, inocentes, despreocupados,
que de buenas a primeras cambiaron bruscamente cuando te anunciaron que te ibas
lejos de allí, a pasar una temporada, a otras tierras, a una capital castellana
del norte. Asumiste la orden porque no te quedaba más remedio, y no fuiste
consciente de su gravedad y envergadura hasta que empezaste a experimentar el
brutal cambio en carne propia. La separación familiar, ese mundo nuevo que no
conocías, el cambio de hábitos y rutinas, el sometimiento a una férrea
disciplina, hicieron mella rápidamente y dejaron una huella que marcó tu
futuro, te hizo más fuerte y resistente.