En aquel
entonces no se decía eso de que había que comer tantas y cuantas piezas de
fruta cada día para tener una alimentación equilibrada y tal y cual; comíamos
la fruta que había en cada temporada, sin más. A lo mejor, si uno enfermaba le
daban un plátano como algo extraordinario, pero tenía que estar bien enfermo.
Pero vamos, lo habitual era pasar el invierno sin comer fruta; salvo algún
melón tardío de los que se conservaban entre paja y duraban incluso hasta Navidad,
o un puñadito de higos secos, quien los tenía, o algunas uvas pasas de los
racimos de la parra que se colgaban en cañas atadas a los palos del techo de la
cocina.
El tiempo de
la fruta era el verano y, a parte de los extraordinarios albaricoques y los
melocotones pueblanos, lo más degustado eran las sandías y los melones, que
estaban bien ricos. Los hortelanos vendían sandías y melones de regadío y de
secano, que uno no se explica cómo podía salir esa fruta tan aguanosa de un
secarral. El caso es que había unas sandías y unos melones buenísimos, de un
olor, un sabor y una carne superiores. De alguna de las mejores piezas de
aquella fruta se seleccionaban las pepitas y se ponían extendidas sobre un
papel para que se secaran al sol y sirvieran como semillas para el siguiente
año; y también se secaban las pipas de los melones con un poco de sal para
comerlas, igual que se hacía con las pipas de calabaza o de girasol.
Desde las
primeras sandías y melones tempranos hasta los más tardíos había una larga
temporada, así que lo mismo se cortaba una sandía y salía dulce como el arrope,
en su punto de maduración, con la carne bien hecha; que salía alguna que otra acolchada,
en leche, blanquecina, pasada o un melón asolanado, con durezas de algún golpe
o con sabor a pepino. Y se comían igual, salvo que fuera muy grave la cosa y
entonces terminaban convirtiéndose en comida para gallinas y cerdos; de la
misma forma que las mondas, que decíamos cáscaras, de esta fruta eran un
exquisito manjar para los animales. Que hasta la abuela cuando se comía su raja
de zandía se iba rápido al corral diciendo: voy a echar estas cáscaras a
las gallinas a ver si se refrescan un poco las pobres que están asfisiaítas.
De un día para otro empezaba la temporada al
grito en la calle de: ¡buenas sandíaas y meloneees...!, y vaya si eran buenos.
Salían las mujeres al reclamo de los gritos, miraban el serón lleno de fruta e
iniciaban un particular regateo con el vendedor: que si la quiero para hoy pero
me la tienes que dejar a tanto, que si esa no me la des que tiene una mancha o
está abollá, que la que me vendiste ayer la faltaba un día para madurar, que
pésamela bien que esa romana se fara mucho, que me hagas la cata que no
me fío...
Y luego ya iban para su casa con el melón o la
sandía recostada en la cadera, de la misma forma que asían los cántaros cuando
iban por agua, y dejaban la fruta en la cueva para que se enfriara o en el cubo
del pozo, que bajaban después con la soga hasta que rozaba el agua. Así
refrigerada, la fruta llegaba fresquita a la mesa para su particular rito de
corte y reparto: el padre era el encargado de partir la sandía por la mitad y procedía a dar su
primera opinión sobre la misma, la madre cogía una de las mitades y la cortaba
en rajas la primera siempre para el padre, la segunda para la abuela, las
siguientes para los hijos y el culito lo reservaba para ella. Luego se
comía la sandía a bocaos, que a los chicos se nos quedaba la cara con
churretes y la ropa manchada de lamparones, y algunas veces, las menos,
nos dejaban salir a la calle con la raja de sandía en la mano y allí nos la
comíamos, doblando un poco el cuerpo hacia delante para no mancharnos y jugando
a escupir las pepitas lo más lejos posible. Y algún amigo nos veía y se
acercaba para decirnos con voz lastimera: dame un mordisquito anda... no seas
así..., un mordisquito ná más, que te vas a implar, anda...
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