Oficio de escribiente.
Escribir con regularidad y plasmar negro sobre blanco en una
hoja o en la pantalla del ordenador, entre otros, los pensamientos, ideas, sucesos,
proyectos o propuestas, de cosecha propia o de otros, no es una tarea fácil,
para quien no tiene aprendidas las técnicas periodísticas o narrativas, y
tampoco tiene el hábito de hacerlo con frecuencia.
Porque esto de escribir y contar cosas no es una condición
innata de las personas, como el respirar, la necesidad de alimentarse o
relacionarse con otros seres humanos. Más bien creo es algo para lo que tienes
que estar predispuesto, te tiene que gustar y ser consciente de que es
mejorable con la práctica y el tiempo. Y quizás, lo más importante, está sujeto
a la crítica de los demás, a los que le puede gustar o no la música que les
tocas.
En mi caso no recuerdo muy bien cuando se produjo la
decisión de escribir, de contar historias. Si sé que hubo una época en mi vida,
a edad temprana y por las condiciones del momento, que si querías comunicarte
con tus seres queridos, tu familia, los amigos, el casi único recurso que
había, aparte del teléfono que únicamente se utilizaba para asuntos de urgencia
e importancia, era la correspondencia epistolar.
Diste los primeros pasos con aquellas cartas anuales que se
escribían a los Reyes Magos de Oriente, que si se enviaban al lejano Oriente, no
sabes muy bien cómo con el paso de los años han aparecido guardadas en cajas
junto a otros papelotes. Qué desilusión, tenerte que hacer mayor para esto.
Luego las comprometidas y provocadoras notas que se intercambiaban entre los
compañeros de pupitres de las aulas de enseñanza. Había de todo y para todo, y
más de un disgusto, castigo y reprimenda acarrearon a sus autores. Desde la
lejanía, las obligadas cartas a tus padres para dar cuenta de que al recibo de
la presente – y habían pasado ya al menos cuatro o cinco días desde su
escritura-, todo está bien, aunque hace un frío del carajo y pasas más hambre
que los pavos de Manolo.
Luego la golfada de parafrasear y comentar las fotos de
chicas en paños menores de la contraportada de un periódico deportivo, y
enviarlas a tus colegas para ponerles los dientes largos. Tuvieron tanto éxito
y cuando no se enviaban eran reclamadas con tanta insistencia, que todavía
después de casi treinta años sigue siendo un apartado fijo en cierta prensa.
Después las cartas a los amigos recordando las andanzas del verano anterior y
proyectando las nuevas correrías. Más adelante, la vorágine académica de los
apuntes, resúmenes, trabajos específicos, tesis, etc. Te decían “qué letra más
rara tienes, no hay quién la entienda, parece de médico”, y tu contestabas: “y
mis dedos… no te gustan…?”. Si encajaba bien la respuesta, podías llegar a
tener una relación amigable y satisfactoria. Si no, pasarías el resto de tu
relación como un grosero y descortés, que era lo que te iba, con esas pintas y
greñas que llevabas como seña de identidad y amuleto de la suerte.
Y finalmente el trabajo, que por sus características y
naturaleza, te obliga frecuentemente a redactar escritos, informes, análisis,
artículos de opinión, etc. Así que existe un hilo conductor en toda esta
historia, y es la necesidad que has tenido a lo largo de tu vida, de utilizar
esta herramienta para vivir y relacionarte. ¿En un futuro no muy lejano, será
posible esto sin la existencia de este potente instrumento?