Nunca discutas con un imbécil, te hará descender a su nivel y allí te ganará por experiencia

Si vienes con un problema y no traes la solución, tu eres parte del problema

miércoles, 3 de julio de 2013

Diario del estío (VI)


Oficio de escribiente.
Escribir con regularidad y plasmar negro sobre blanco en una hoja o en la pantalla del ordenador, entre otros, los pensamientos, ideas, sucesos, proyectos o propuestas, de cosecha propia o de otros, no es una tarea fácil, para quien no tiene aprendidas las técnicas periodísticas o narrativas, y tampoco tiene el hábito de hacerlo con frecuencia.
Porque esto de escribir y contar cosas no es una condición innata de las personas, como el respirar, la necesidad de alimentarse o relacionarse con otros seres humanos. Más bien creo es algo para lo que tienes que estar predispuesto, te tiene que gustar y ser consciente de que es mejorable con la práctica y el tiempo. Y quizás, lo más importante, está sujeto a la crítica de los demás, a los que le puede gustar o no la música que les tocas.
En mi caso no recuerdo muy bien cuando se produjo la decisión de escribir, de contar historias. Si sé que hubo una época en mi vida, a edad temprana y por las condiciones del momento, que si querías comunicarte con tus seres queridos, tu familia, los amigos, el casi único recurso que había, aparte del teléfono que únicamente se utilizaba para asuntos de urgencia e importancia, era la correspondencia epistolar.
Diste los primeros pasos con aquellas cartas anuales que se escribían a los Reyes Magos de Oriente, que si se enviaban al lejano Oriente, no sabes muy bien cómo con el paso de los años han aparecido guardadas en cajas junto a otros papelotes. Qué desilusión, tenerte que hacer mayor para esto. Luego las comprometidas y provocadoras notas que se intercambiaban entre los compañeros de pupitres de las aulas de enseñanza. Había de todo y para todo, y más de un disgusto, castigo y reprimenda acarrearon a sus autores. Desde la lejanía, las obligadas cartas a tus padres para dar cuenta de que al recibo de la presente – y habían pasado ya al menos cuatro o cinco días desde su escritura-, todo está bien, aunque hace un frío del carajo y pasas más hambre que los pavos de Manolo.
Luego la golfada de parafrasear y comentar las fotos de chicas en paños menores de la contraportada de un periódico deportivo, y enviarlas a tus colegas para ponerles los dientes largos. Tuvieron tanto éxito y cuando no se enviaban eran reclamadas con tanta insistencia, que todavía después de casi treinta años sigue siendo un apartado fijo en cierta prensa. Después las cartas a los amigos recordando las andanzas del verano anterior y proyectando las nuevas correrías. Más adelante, la vorágine académica de los apuntes, resúmenes, trabajos específicos, tesis, etc. Te decían “qué letra más rara tienes, no hay quién la entienda, parece de médico”, y tu contestabas: “y mis dedos… no te gustan…?”. Si encajaba bien la respuesta, podías llegar a tener una relación amigable y satisfactoria. Si no, pasarías el resto de tu relación como un grosero y descortés, que era lo que te iba, con esas pintas y greñas que llevabas como seña de identidad y amuleto de la suerte.
Y finalmente el trabajo, que por sus características y naturaleza, te obliga frecuentemente a redactar escritos, informes, análisis, artículos de opinión, etc. Así que existe un hilo conductor en toda esta historia, y es la necesidad que has tenido a lo largo de tu vida, de utilizar esta herramienta para vivir y relacionarte. ¿En un futuro no muy lejano, será posible esto sin la existencia de este potente instrumento?