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viernes, 10 de octubre de 2008

Comida en Anaga


Un tomate troceado con aceite, vinagre, sal y orégano
Media ración de queso palmero tierno ahumado
Rancho canario para tres comensales
Gofio
Docena y media de chicharros fritos
¾ de vino de Tegueste
1 Cerveza sin alcohol
Pan
4 licores de parra
Precio: 25,40 €
Casa Juani en Roque Negro, Parque Rural de Anaga (Tenerife)


La mar, un poco revuelta y fuerte ese jueves, nos dijo que nos fuéramos a la cumbre a pasar el día, a dar una vuelta por las alturas. Ni cortos ni perezosos eso hicimos. En una mañana de bruma y lluviosa, típica de la zona por el influjo de los vientos alisios, nos adentramos por la sinuosa y estrecha carretera del Monte de Las Mercedes hasta el Centro de Visitantes de la Cruz del Carmen y, de ahí, tras el encuentro con un viejo amigo que de pequeño quería ser agrimensor y lo logró, al caserío y espectacular barranco de Afur, para luego retornar a la hora de la comida, un poco más arriba, al también caserío de Roque Negro.

En estos parajes únicos, y especialmente en los sobrecogedores barrancos que se abren camino hacia la cercana mar, labrados sobre roca volcánica por la erosión desde la época cuaternaria, parece como si el tiempo se paseara a ritmo lento, y a veces se detuviera, haciéndole un guiño extravagante a la vida. Desde que en años jóvenes recorriera a pié algunos rincones del macizo y con frecuencia inusual el barranco de Roque Bermejo, atraído por su dureza y por el reto de alcanzar tras el esfuerzo la pedregosa playa, la sensación que me sigue produciendo Anaga al día de hoy, es de extremo sosiego.

La declaración de Anaga en el año 1987 como espacio natural protegido y posteriormente su recalificación como parque rural ha permitido que ese anciano pedazo de la isla de Tenerife siga conservando la enorme riqueza natural que contiene y su especificidad única en el planeta, impidiéndose igualmente que la voracidad urbanística destruyera para siempre enclaves de alto valor ecológico y una alocada carretera costera de circunvalación rompiera el paisaje.

Hoy los pocos vecinos que quedan en la zona, unos dos mil, repartidos en una decena de pequeños núcleos, salvo algunos de mayor entidad como Taganana, San Andrés o Igueste de San Andrés, mantienen un difícil equilibrio entre las normas de gestión y mantenimiento del parque, la escasa actividad económica que realizan (básicamente hostelería y una agricultura-ganadería de subsistencia romántica) y los usos, costumbres y aprovechamientos tradicionales de la zona.

El desarrollo tan en boga en la actualidad de iniciativas relacionadas con el turismo rural, que aparte de generar riqueza, fijan población al medio, crean puestos de trabajo y recuperan y revitalizan actividades y profesiones en desaparición, en Anaga, es una quimera.

El negocio de comidas y venta de víveres de Juani, que también atiende diligentemente su marido, está perfectamente retratado en un aviso que cuelga en una de las paredes y que dice más o menos así: “No se admite pago con tarjetas, por los problemas con la línea telefónica”. Hace unas dos décadas decíamos algo parecido con los tomates de conserva que vendíamos a empresas murcianas: “Camión cargado, pagado a la rabera”, ya que no nos fiábamos ni de la mitad de la cuadrilla.

Ya vamos acabando la comida que nos está sabiendo a gloria, si ese estado tiene algún sabor, y nuestro amigo el agente forestal nos sigue contando sus experiencias. Se siente feliz, ha trabajado en lo que quería y le gusta. Orgulloso nos cuenta como ha finalizado con éxito la última repoblación realizada con un porcentaje de marras muy pequeño en una campaña muy seca por la ausencia de lluvias.

Nosotros nos sentimos también felices de poder compartir amigablemente estos momentos con él, de disfrutar del lugar, de recordar viejos tiempos y experiencias que nos han marcado de forma parecida, de escrutar ya pasado el ecuador de nuestras vidas lo que aún nos queda por vivir y ver. Esperemos que entre las cosas venideras esté el seguir deleitándonos de este rincón natural de lujo.