Memoria
Una y mil veces la memoria me transporta a vivencias y
sucesos acaecidos en mi juventud o más cercanos, pero lejos en el sistema de
medición del tiempo en años. Son recuerdos que se repiten, que vuelven con
regularidad, y con una reiteración para la que no encuentro explicación. Es de
suponer que en este complejo sistema de la memoria, somos proclives a recordar
aquello que nos produce nostalgia, lo que está rodeado de buenas vibraciones,
las satisfacciones. Recordamos menos aquello que supuso un quebranto, perjuicio
o experiencia negativa.
Es tal la fuerza y potencia de esos recuerdos, que siendo
algunos de ellos viejísimos, se conservan íntegros, con profusión de detalles. Como
el de aquel vendedor de manzanas acarameladas insertas en un palo largo, que en
los recreos del colegio, nos mantenía informados mediante cartel de los KO
consecutivos que llevaba el púgil vasco Urtain. Han pasado 45 años de aquello y
la evocación sigue estando ahí. Como el incendio y la quema de la iglesia
adjunta al instituto, que nos hizo desalojar despavoridos las aulas, rodeados
de un humo espeso y olor a tea quemada. De esto último hace casi 50 años. Los
hay más antiguos, pero empiezan a ser borrosos, aunque en parte han podido ser reconstruidos
gracias a la existencia de fotos e imágenes. Y los hay sin data, aunque su
color en blanco y negro, indica que son viejos, muy viejos.
Nuestra vida es un complejo mapa y puzle, con zonas sin
leyenda y huecos en blanco. Alguien que ha vivido la suya y compartido retazos
de la nuestra, nos sorprende recordando sucesos acaecidos ya olvidados, que
ayudan a completar nuestro atlas, que siempre tendrá zonas de sombra y experiencias
irrecuperables.
El conjunto de todas esas memorias individuales forma la
memoria colectiva de un pueblo, de una comunidad, de una sociedad… Siempre me
ha creado intranquilidad esa frase que dice que los pueblos que olvidan su
historia están condenados a repetirla.
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