"Campana solitaria, crepúsculo cayendo en tus ojos, muñeca, caracola terrestre, en ti la tierra canta". Homenaje a Pablo Neruda- TANIA CASTRO
Una mesa sin vegetales es como un hombre sin sabiduría, dice el proverbio árabe; y por esta y otras mil razones, los seguidores de Mohamed al-Kathib al-Baghdadi dieron por cubrir sus mesas con toda suerte de frutos de la tierra, entre los que por supuesto se encontraba la berenjena. Los lectores que allá por el año 1226 estudiaron el recetario personal de dicho gastrónomo, su Kitab al-Tabikh, pudieron comprobar que la cocina iraquí se alimenta a sí misma, ya que la mayoría de los vegetales conocidos en aquellos luminosos años de la cultura oriental tienen en aquella región su origen y asiento. Esa suerte de paraíso terrenal que forman las tierras donde confluyen el Éufrates y el Tigris ya llamó la atención de los ideólogos de la Biblia y otros libros sagrados, que colocaron allí a nuestros primeros padres para que pudiesen satisfacerse, sin más que alargar la mano, con toda suerte de frutas y frutos.
La alta cocina emplea las semillas de la berenjena para hacer caviar vegetal
Los almohades conocen, pues, la berenjena, y traen esta solanácea a la Península a partir del 1200, transformada por fórmulas complejas, de las que muchas han quedado en nuestra tradición. Las cuecen y las fríen, las rellenan de especias y de huevos, sirven como soporte a las carnes del cordero en sus guisos al horno, en las que intercalan pequeños trozos de carne con otros del fruto, más cebolla y ricas hierbas. Y también las anegan de vinagre para mejor conservarlas y comerlas durante largo tiempo, de forma similar a las que ahora son famosas de Almagro, que se cuecen y se adornan con limón, hinojo y perejil, para después ser sumergidas largo tiempo en el vinagre y consumidas en cualquier ocasión como aperitivo.
Pocos años después de la Reconquista ya se recogía en nuestros tratados al uso la forma de condimentar las berenjenas, herencia de los vencidos hasta en el nombre. Las berenjenas a la morisca se cocían y exprimían de sus aguas, para después ser picadas a cuchillo y sofritas en un buen tocino -o aceite que sea dulce, porque los moros no comen tocino- "y desque sean bien sofreídas ponlas a cocer en una olla y échales buen caldo grueso y la grasa de la carne y queso rallado que sea fino, y a todas culantro molido" y después de torneadas, cuando la cocción esté a punto de concluir "pornás yemas de huevos batidos con agraz", que como sabemos es el jugo de la uva sin madurar.
La berenjena, en su camino a la modernidad gastronómica, no se desentiende de sus orígenes; tanto es así que en la famosa letrilla que Baltasar de Alcázar dedica a uno de sus platos favoritos, la berenjena sigue adornándose con el queso: "Tres cosas me tienen preso / de amores el corazón: / la bella Inés, el jamón / y berenjenas con queso". Terminando: "Y está tan fiel en el peso, / que, juzgado sin pasión, / todo es uno: Inés, jamón / y berenjenas con queso".
Aunque ahora, pura sofisticación, de nuestro fruto solo aprecia la alta cocina las semillas que contiene, que transforma en caviar vegetal sin más que asarlas y mezclarlas con ajo picado, tomillo, curry y mayonesa, lo cual no deja de ser una vuelta a la tierra que la vio nacer.
El País, 19 agosto 2010
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