Como de costumbre cuando vas a hacer una prueba, me llevó por largos pasillos y bajamos en ascensor al sótano, la parte que menos conocía del hospital, por donde continuamos a buena marcha, hasta llegar a una puerta, que una vez franqueada, daba paso a una amplia estancia con una gran mesa en forma de u, ocupada por batas verdes y blancas, con sus estetoscopios al cuello, y bolsillos llenos de agendas, papeles y bolis. Había un ligero murmullo provocado por las conversaciones. Nadie se percató de nuestra presencia, salvo el que parecía ejercía la presidencia, que nos hizo una señal para que nos acercáramos. A su lado había un sitio libre que fue el que tuve el honor de ocupar. Fue entonces cuando me fijé que la mesa estaba llena de los diferentes menús hospitalarios, a cual peor, y que nadie había tocado. También que quien había reclamado mi presencia era uno de los más afamados médicos y gran jefazo. Me explicó que algunos días invitaban a un paciente a su mesa, que en esta ocasión me había tocado a mí, lo que me llevó a recordar aquella campaña franquista de la década de los 50 del siglo pasado, de sentar a un pobre en tu mesa por Navidad, campaña que fue motivo de la película Plácido del cineasta Luis García Berlanga, rodada en los años 60.
El gran jefe me explicó que era potestad del invitado elegir el menú servido o solicitar otro. Tirándome el pisto le comenté, que dada la oportunidad que me otorgaba, prefería elegir otro. En un abrir y cerrar de ojos desaparecieron los menús servidos y empecé a pedir por mi boquita. De entrantes le sugerí unas raciones de queso manchego, algo de jamón de Jabugo, morcilla de Burgos, chorizo y cecina de León. Cuando empezó a aparecer la pitanza, lo que inicialmente era un murmullo se convirtió en jolgorio y cháchara divertida de los presentes. Le sugerí también algunos vinos para acompañar. Gambones a la plancha con escamas de sal. Aquello empezaba a tomar color, pero faltaba lo mejor. Pedí chuletillas de cordero lechal, panceta y butifarra braseadas. Aquello era una provocación que contravenía los principios de la dieta mediterránea, pero nadie se quejaba y se dio buena cuenta de lo servido. Finalizó el evento con algunos brindis y aplausos hacia la presidencia, que a su vez me agradeció la participación y elección de los manjares servidos.
Como si ya tuviera cogida la hora apareció el celador que me devolvió a mis aposentos. Habían pasado tres horas, perdida la siesta y una sensación en mi cuerpo de haber vivido una experiencia berlanganesca. Todo aquel personal acabada la pantagruélica comida, debería incorporarse a sus quehaceres, y muchos de ellos, con una digestión y cuerpo serrano, después del subidón de colesterol ingerido. No era mi problema. Yo había cumplido con el papel asignado y cada mochuelo a su olivo.
Pocos días después se presentó en la habitación un auxiliar portando un sobre a mi nombre que me fue entregado. Se trataba de una factura informativa, sin valor contable y fiscal, en la que se detallaba el coste del desperdicio alimenticio de los menús hospitalarios rechazados el día de marras.
Embrollado estaba en cómo darle fin al relato, cuando de forma sorpresiva, apareció él, el dios de los negocios, el tito Floren, en el vestíbulo principal del hospital, rodeado y seguido por un nutrido e infranqueable séquito de trajeados y personal sanitario. No sé de dónde venía ni a donde iba, pero seguro que rumiando la derrota hispalense de la noche anterior. Altivo, con ese aire de hombre importante y vencedor, al que nada se le resiste. De andar con los hocicos metido en este macro hospital, construido por una de sus muchas empresas, y con un rédito importante de millones de euros a su favor, ahora seguiría con algún negociete relacionado con la sanidad, de los privatizados. Por esta causa a él le iba a endilgar la cuenta de la pantagruélica comida. Porque me daba la gana. Ea!